sábado, 12 de enero de 2019

Lectio Divina

LAS NUPCIAS DE CRISTO Y DE LA IGLESIA
A los tres días hubo unas bodas. ¿Qué otras bodas pueden ser éstas, sino las
promesas y gozos de la salvación humana? Las mismas que se celebran evidentemente o
bien a causa de la confesión de la Trinidad, o bien por la fe en la resurrección, como se
indica en el misterio del número tres.
Así como también, en otra de las lecturas evangélicas, se acoge con cantos y música,
y con atuendos nupciales, la vuelta del hijo más joven, o sea, la conversión del pueblo
gentil.
Por eso, como el esposo que sale de su alcoba, descendió el Señor hasta la tierra para
unirse, mediante la encarnación, con la Iglesia, que había de congregarse de entre los
gentiles, a la cual dio sus arras y su dote: las arras, cuando Dios se unió con el hombre; la
dote, cuando se inmoló por su salvación. Por arras entendemos la redención actual, y por
dote, la vida eterna. Todas estas cosas eran, para quienes las veían, otros tantos milagros;
para quienes las entendían, otros tantos misterios. Porque, si nos fijamos bien, de alguna
manera en la misma agua se da una cierta analogía del bautismo y de la regeneración.
Pues, mientras una cosa se transforma en otra, mientras la criatura inferior se transforma
en algo superior mediante una secreta conversión, se lleva a cabo el misterio del segundo
nacimiento. Se cambian súbitamente las aguas que luego van a cambiar a los hombres.
Así pues, por el poder de Cristo, en Galilea el agua se convierte en vino —esto es,
concluye la ley y le sucede la gracia; se aparta lo que no era más que sombra y se hace
presente la verdad; lo carnal se sitúa junto a lo espiritual; la antigua observancia se
transmuta en Nuevo Testamento; como dice el Apóstol: Lo antiguo ha pasado, lo nuevo ha
comenzado—; y como el agua aquella que se contenía en las tinajas, sin dejar de ser en
absoluto lo que era, comenzó a ser lo que no era, de la misma manera la ley, manifestada
por el advenimiento de Cristo, no perece, sino que se mejora.
Si falta el vino, se saca otro: el vino del Antiguo Testamento es bueno, pero el del
Nuevo es mejor; el Antiguo Testamento, que observan los judíos, se diluye en la letra,
mientras que el Nuevo, que es el que nos atañe, convierte en gracia el sabor de la vida.
Se trata de «buen vino» siempre que oigas hablar de un buen precepto de la ley:
Amarás a tu prójimo y aborrecerás a tu enemigo. Pero es mejor y más fuerte el vino del
Evangelio, como cuando oyes decir: Yo, en cambio, os digo: Amad a vuestros enemigos, y
rezad por los que os persiguen.

Responsorio Cf. Tb 13, 11. 13-14; Lc 13, 29

R. Jerusalén, ciudad de Dios brillará, cual luz de lámpara y todos los confines de la tierra
vendrán a ti; pueblos numerosos vendrán de lejos; * y, trayendo sus ofrendas, adorarán
en ti al Señor.
V. Vendrán del oriente y del occidente, del norte y del sur.
R. Y, trayendo sus ofrendas, adorarán en ti al Señor.

Oración

Oremos:
Dios todopoderoso y eterno, tú que nos has hecho renacer a una vida nueva por medio de
tu Hijo, concédenos que la gracia nos modele a imagen de Cristo, en quien nuestra
naturaleza mortal se une a tu naturaleza divina. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo y es Dios, por los siglos de los siglos.
Amén.

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