jueves, 2 de mayo de 2019

Lectio Divina

DE LA ENCARNACIÓN DEL VERBO

El Verbo de Dios, incorpóreo, incorruptible e inmaterial vino a nuestro
mundo, aunque tampoco antes se hallaba lejos, pues nunca parte alguna del
universo se hallaba vacía de él, sino que lo llenaba todo en todas partes, ya
que está junto a su Padre.
Pero él vino por su benignidad hacia nosotros, y en cuanto se nos hizo
visible. Tuvo piedad de nuestra raza y de nuestra debilidad y, compadecido de
nuestra corrupción, no soportó que la muerte nos dominase, para que no
pereciese lo que había sido creado, con lo que hubiera resultado inútil la obra
de su Padre al crear al hombre, y por esto tomó para sí un cuerpo como el
nuestro, ya que no se contentó con habitar en un cuerpo ni tampoco en
hacerse simplemente visible. En efecto, si tan solo hubiese pretendido hacerse
visible, hubiera podido ciertamente asumir un cuerpo más excelente; pero él
tomó nuestro mismo cuerpo.
En el seno de la Virgen, se construyó un templo, es decir, su cuerpo, y lo
hizo su propio instrumento, en el que había de darse a conocer y habitar; de
este modo, habiendo tomado un cuerpo semejante al de cualquiera de
nosotros, ya que todos estaban sujetos a la corrupción de la muerte, lo
entregó a la muerte por todos, ofreciéndolo al Padre con un amor sin límites;
con ello, al morir en su persona todos los hombres, quedó sin vigor la ley de la
corrupción que afectaba a todos, ya que agotó toda la eficacia de la muerte en
el cuerpo del Señor; y así ya no le quedó fuerza alguna para ensañarse con los
demás hombres, semejantes a él; con ello, también hizo de nuevo
incorruptibles a los hombres, que habían caído en la corrupción, y los llamó de
muerte a vida, consumiendo totalmente en ellos la muerte, con el cuerpo que
había asumido y con el poder de su resurrección, del mismo modo que la paja
es consumida por el fuego.
Por esta razón, asumió un cuerpo mortal: para que este cuerpo, unido al
Verbo que está por encima de todo, satisficiera por todos la deuda contraída
con la muerte; para que, por el hecho de habitar el Verbo en él, no sucumbiera
a la corrupción; y, finalmente, para que, en adelante, por el poder de la
resurrección, se vieran ya todos libres de la corrupción.
De ahí que el cuerpo que él había tomado, al entregarlo a la muerte como
una hostia y víctima limpia de toda mancha, alejó al momento la muerte de
todos los hombres, a los que él se había asemejado, ya que se ofreció en lugar
de ellos.
De este modo, el Verbo de Dios, superior a todo lo que existe, ofreciendo en
sacrificio su cuerpo, templo e instrumento de su divinidad, pagó con su muerte
la deuda que habíamos contraído, y, así, el Hijo de Dios, inmune a la
corrupción, por la promesa de la resurrección, hizo partícipes de esta misma
inmunidad a todos los hombres, con los que se había hecho una misma cosa
por su cuerpo semejante al de ellos.
Es verdad, pues, que la corrupción de la muerte no tiene ya poder alguno
sobre los hombres, gracias al Verbo, que habita entre ellos por su encarnación.

Jr 15, 19. 20; 2 Pe 2, 1

R. Serás como mi boca, te pondré frente a este pueblo como muralla de bronce
inexpugnable; * lucharán contra ti, mas no podrán vencerte, pues yo estoy
contigo. Aleluya.
V. Habrá falsos maestros que introducirán sectas perniciosas, y llegarán hasta
a negar al Señor que los rescató.
R. Lucharán contra ti, mas no podrán vencerte, pues yo estoy contigo. Aleluya.

Oración

Oremos:
Dios todopoderoso y eterno, que hiciste de tu obispo san Atanasio un preclaro defensor de la divinidad de tu Hijo, concédenos, en tu bondad, que, fortalecidos con su doctrina y protección, te conozcamos y te amemos cada vez más plenamente. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo y es Dios, por los siglos de los siglos.
Amén.

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