domingo, 1 de septiembre de 2019

Lectio Divina

EL SEÑOR SE HA COMPADECIDO DE NOSOTROS
Dichosos nosotros, si llevamos a la práctica lo que escuchamos y cantamos. Porque
cuando escuchamos es como si sembráramos una semilla, y cuando ponemos en práctica
lo que hemos oído es como si esta semilla fructificara. Empiezo diciendo esto, porque
quisiera exhortaros a que no vengáis nunca a la iglesia de manera infructuosa, limitándoos
sólo a escuchar lo que allí se dice, pero sin llevarlo a la práctica. Porque, como dice el
Apóstol, estáis salvados por su gracia, pues no se debe a las obras, para que nadie pueda
presumir. No ha precedido, en efecto, de parte nuestra una vida santa, cuyas acciones

Dios haya podido admirar, diciendo por ello: "Vayamos al encuentro y premiemos a estos
hombres, porque la santidad de su vida lo merece". A Dios le desagradaba nuestra vida, le
desagradaban nuestras obras; le agradaba, en cambio, lo que él había realizado en
nosotros. Por ello, en nosotros, condenó lo que nosotros habíamos realizado y salvó lo que
él había obrado.
Nosotros, por tanto, no éramos buenos. Y, con todo, él se compadeció de nosotros y
nos envió a su Hijo a fin de que muriera, no por los buenos, sino por los malos; no por los
justos, sino por los impíos. Dice, en efecto, la Escritura: Cristo murió por los impíos. Y
¿qué se dice a continuación? Apenas habrá quien muera por un justo; por un hombre de
bien tal vez se atrevería uno a morir. Es posible, en efecto, encontrar quizás alguno que se
atreva a morir por un hombre de bien; pero por un inicuo, por un malhechor, por un
pecador; ¿quién querrá entregar su vida, a no ser Cristo, que fue justo hasta tal punto que
justificó incluso a los que eran injustos?
Ninguna obra buena habíamos realizado, hermanos míos; todas nuestras acciones eran
malas. Pero, a pesar de ser malas las obras de los hombres, la misericordia de Dios no
abandonó a los humanos. Y Dios envió a su Hijo para que nos rescatara, no con oro o
plata, sino a precio de su sangre, la sangre de aquel Cordero sin mancha, llevado al
matadero por el bien de los corderos manchados, si es que debe decirse simplemente
manchados y no totalmente corrompidos. Tal ha sido, pues, la gracia que hemos recibido.
Vivamos, por tanto, dignamente, ayudados por la gracia que hemos recibido y no
hagamos injuria a la grandeza del don que nos ha sido dado. Un médico extraordinario ha
venido hasta nosotros, y todos nuestros pecados han sido perdonados. Si volvemos a
enfermar, no sólo nos dañaremos a nosotros mismos, sino que seremos además ingratos
para con nuestro médico.
Sigamos, pues, las sendas que él nos indica e imitemos en particular, su humildad,
aquella humildad por la que él se rebajó a sí mismo en provecho nuestro. Esta senda de
humildad nos la ha enseñado él con sus palabras y, para darnos ejemplo, él mismo anduvo
por ella, muriendo por nosotros. Para poder morir por nosotros, siendo como era inmortal,
la Palabra se hizo carne y acampó entre nosotros. Así el que era inmortal se revistió de
mortalidad para poder morir por nosotros y destruir nuestra muerte con su muerte.
Esto fue lo que hizo el Señor, éste el don que nos otorgó: Siendo grande, se humilló;
humillado, quiso morir; habiendo muerto, resucitó y fue exaltado para que nosotros no
quedáramos abandonados en el abismo, sino que fuéramos exaltados con él en la
resurrección de los muertos, los que, ya desde ahora, hemos resucitado por la fe y por la
confesión de su nombre. Nos dio y nos indicó, pues, la senda de la humildad. Si la
seguimos, confesaremos al Señor y, con toda razón, le daremos gracias, diciendo: Te
damos gracias, oh Dios, te damos gracias, invocando tu nombre.

Responsorio Sal 85, 12-13; 117, 28

R. Te alabaré de todo corazón, Dios mío, daré gloria a tu nombre por siempre; * por tu
gran piedad para conmigo.
V. Tú eres mi Dios, yo te doy gracias; Dios mío, a ti dirijo mi alabanza.
R. Por tu gran piedad para conmigo.

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